Cuando escucho la frase “Si votar sirviese para algo, ya estaría prohibido”, suelo pensar que para millones de personas el derecho a voto sigue siendo un sueño inalcanzable. ¿Cuantos pueblos se han levantado una y otra vez por esa razón y cuantos han muerto tratando de lograr ese derecho para ellos y para su gente? Entiendo lo que quiere expresar el chiste, pero creo que es una forma equivocada de criticar la democracia. Porque la historia demuestra que votar ha estado y sigue estando prohibido en muchas regiones y desde hace mucho tiempo.
En Chile lo estuvo por 17 años, de forma absoluta, pero antes de 1973 también se prohibió de forma parcial. Hasta 1914 no podían votar quienes no eran dueños de un bien raíz o de una determinada renta. Hasta 1949 estaba prohibido para las mujeres. Entre 1948 y 1958, la ley maldita prohibió votar a miles de militantes del Partido Comunista y a quienes parecían serlo por ser sindicalistas o dirigentes sociales. Para los ciegos el voto sólo llegó en 1969 y para los analfabetos en 1972. En Bolivia sólo se permitió el voto a los indígenas en 1952, en Alabama los negros no pudieron votar hasta 1965 y en Sudáfrica recién lo consiguieron en 1994. Tanto afán de prohibir muestra que el voto sirve para algo.
Existe un largo e inacabable debate entre los liberales, que privilegian la ausencia de coacción y por lo tanto creen que el voto debe ser voluntario y quienes valoramos los compromisos republicanos y por ello estimamos que debe ser obligatorio. En esos términos es difícil llegar a una conclusión porque se trata de una confrontación a nivel de principios. Por eso, lo relevante para los movimientos sociales y para la izquierda, es plantearse argumentos de conveniencia: ¿Que sirve más al objetivo de democratizar la democracia? ¿Que es más útil a la hora de cambiar las prioridades políticas? ¿Abstenerse o votar?
Este punto ha producido literalmente toneladas de bibliografía, especialmente en Estados Unidos, ya que como se sabe, si la abstención electoral pudiera producir cambios progresistas, en ese país ya habrían hecho la revolución. Pero lamentablemente eso no es así. Las investigaciones demuestran que el efecto del abstencionismo es castigar a los sectores que se abstienen, ya que dejan de ser relevantes y visibles para el sistema de decisiones políticas. Es de especial interés el enfoque cuantitativo de Mancur Olson y la “escuela de la elección racional” que ha mostrado que un pequeño grupo, que acude a votar de forma sistemática y compacta, logra ejercer una alta presión en la agenda política. Esto es palpable en grupos conservadores, fundamentalistas, ultra minoritarios, pero que acuden en bloque a votar, y así tensionan el discurso electoral y terminan obteniendo parte de sus peticiones. En cambio, un sector mayoritario, pero que se resta de las elecciones o lo hace de forma dispersa, no logra tener impacto en sus objetivos de demanda. Si los estudiantes decidieran masivamente no votar en las próximas elecciones, lo único que pasaría es que se debilitaría su capacidad de condicionar los programas de los candidatos. Aparte de eso, no pasaría nada más.
Respeto la opción de quienes deciden no votar cuando argumentan que la abstención es una forma crítica de participar de la comunidad política. Lo que no comparto es cifrar en ese acto alguna expectativa de eficacia transformadora. Como gesto simbólico y de coherencia personal, lo entiendo. Como estrategia sistemática, a la que se pueda atribuir alguna viabilidad en el desmonte del sistema binominal o de la Constitución de 1980, simplemente no lo puedo compartir, porque no es cierto.
Me gusta la definición de democracia de Arthur Rosenberg: “Democracia es el nombre que recibe el régimen que se instaura como consecuencia de la lucha de clases, cuando las clases explotadas, numéricamente mayoritarias, se constituyen en sujeto político, con proyecto político común, y reclaman el poder para sí”. Alcanzar este objetivo no admite atajos. O se constituye la articulación de los dispersos o la gran capacidad movilizadora que nuestra gente ha mostrado estos años va a permanecer en la esterilidad política. Pensemos en Grecia, que ha vivido, al igual que nosotros, en un largo sistema bipartidista que ha hegemonizado todas sus instituciones desde el fin de su dictadura militar en 1974. Sin embargo, hoy, al borde de la bancarrota y la miseria, ha logrado hacer nacer una coalición alternativa, llamada Syriza, que ha roto el bipartidismo y tiene serias posibilidades de ganar las elecciones del 17 de junio e impedir que el Euro pase a degüello a todo un pueblo. Que no sea necesario llegar a esos extremos. Este es el momento de fortalecer las alternativas al binominalismo y empezar a golpear el cerco invisible. Hasta que caiga.