O porqué seguir creyendo después de la elección de Ratzinger
Para millones de católicos en el mundo, el anuncio de que el nuevo Papa es Joseph Ratzinger no ha sido una noticia fácil de asumir. Y para muchos, este acontecimiento ha representado un muy duro reto a su fe y esperanza en la Iglesia.
Personalmente, escuché el anuncio del humo blanco mientras almorzaba en unrestaurant bastante feo. Un televisor, a lo lejos, empezó a decir algo sobre el cardenal Ratzinger. Como no escuchaba bién, me paré de la mesa y me acerqué a oir lo que pasaba y entonces entendí, con sorpresa, que él era el nuevo Papa.
Los sentimientos que me acompañan desde ese día están muy mezclados: desolación, dolor, tristeza, miedo, y por momentos mucha rabia. En cierto modo, sentí la elección de Ratzinger como una exp resión de soberbia. Como una forma de reafirmación de la curia vaticana . Como una muestra de que la estructura jerárquica de la Iglesia Católica no tiene el menor empacho ante las críticas, y es capaz de elejir al más polémico de los cardenales. Lo ví como una expresión de la sordera de los poderosos, que dueños de todo el poder, lo ostentan triunfalistamente, ante los ojos de sus propias víctimas.
Tal vez, ingenuamente, muchos pensamos que el Conclave sería un espacio para permitir a la Iglesia reconciliarse y reencontarse. O una oportunidad para fortalecer la representatividad de la autoridad pontificia, escogiendo a una persona que pueda conciliar y unir los mundos distintos y diversos que componen la Iglesia Universal.
Una mujer, con larga vida parroquial, y que hoy vive la dura experiencia de intentar participar activamente en una parroquia de la diócesis de San Bernardo, me dijo que luego de la muerte de Juan Pablo II no esperaba un Papa progresista, pero sí esperaba un Papa “para todos”. Su experiencia es que gradualmente, desde hace unos quince años, y mucho más radicalmente en el período más reciente, en que asumió un Obispo perteneciente al Opus Dei, la Iglesia Católica se ha convertido para ella en un espacio excluyente. Un lugar donde no existe la unidad eclesial, sino un proyecto de uniformidad. El regreso de las sotanas negras, los seminarios menores, y las expresiones más burdas del poder clerical, contrastan con las expectativas y los aprendizajes de quienes crecimos luego del Concilio Vaticano II, confiados en que la Iglesia era el Pueblo de Dios, y al mismo tiempo, su jerarquía era un instrumento de comunión eclesial y una “voz de los sin voz” hacia la sociedad.
En este contexto, para muchos católicos progresistas no es fácil pensar en lo que nos une a una Iglesia así. Que tenemos en común con una institución tan conservadora, y sobre todo, tan intolerante y reacia a escuchar?. Surge con fuerza el deseo de ponerse fuera, de abandonar. En la tradición ecesial ese acto se denomina apostasía, del griego apo: fuera e histemis: colocarse. La apostasía no ocurre siempre de modo conciente. Muchas veces es un acto implícito, un proceso de alejamiento secularizador que culmina en el instante en que la persona ya no se identifica como perteneciente a la Iglesia, y cruza la sutil línea que la separa de la comunidad de la que alguna vez se sintó parte.
El deseo de apostatar no es difílcíl de entender. En especial para quienes sufren más directamente las expresiones censuradoras del poder clerical: los divorciados que no pueden comulgar ni matricular a sus hijos en colegios católicos, las niñas embarazadas que son expulsadas de sus escuelas, los homosexuales que se niegan a vivir un celibato forzoso, las mujeres que ya no soportan adherir “formalmente” a la doctrina católica de control de la natalidad y al mismo tiempo vivir una maternidad responsable violando esa misma doctrina. La lista es largísima: los trabajadores de la salud que luchan contra el SIDA y que experimentan a la Iglesia como su principal contradictora, los movimientos de mujeres que están logrando que la equidad de género se imponga como política pública en los estados, pero que encuentran en la Iglesia Católica el reducto más duro del patriarcalismo. Los movimienos de jóvenes objetores de conciencia que se oponen al servicio militar por razones de fe y que se escandalizan de ver que existen Obispados castrenses para aliviar las conciencias de los militares.
Pero no sólo en esos sectores la idea de apostatar se hace presente. Para los millones de personas que anhelan un “otro mundo posible” , inspirado en los valores de la justicia global, el respeto a los derechos humanos, la paz, y la democracia participativa, la jerarquía de la Iglesia nó solo aparece cada vez más distanciada, sino derechamente en la vereda del frente. Si en algún momento, durante los años más duros de la dictadura, esta multitud de personas sintió que los obispos insensibles a esos temas eran una minoría, hoy claramente ven todo lo contrario: se celebra como un acontecimiento extraordinario que algún obispo se preocupe de las injusticias laborales, que apoye los procesos de democratización en la sociedad, o hable de justicia en materia de DDHH. Si el Concilio Vaticano II supo asociar la superación de las desigualdades sociales y económicas al logro de la paz social e internacional[1], hoy no se aprecia ese mismo vigor profético en una Iglesia resignada a vivir en el neoliberalismo, y que renuncia a todo profetismo en materia social y económica. En ese contexto, porqué permanecer en una Iglesia con la que se tiene tan poca afinidad?
Como una paradoja, es este duro panorama el que a muchos nos desafía a no apostatar. Porque creemos que, afortunadamente, la debilidad de esta Iglesia-sociedad humana y contradictoria, es sólo una de las formas en las que subsiste la unica, santa, católica y apostólica Iglesia de Cristo[2]. Pensar a la Iglesia como algo mucho más ancho y diverso de lo que nos quieren representar es un desafío muy importante, porque empujarnos a abandonar la fe a quienes pensamos distinto, tiene relación directa con el proyecto de quienes hoy controlan la Jerarquía.
Una buena imágen de los que ocurre es entender la arremetida conservadora como un proyecto privatizador de la Iglesia, lo que implica apropiarse de todos los espacios, de todos las conciencias, de todas las formas de vivir el catolicismo. Resistir a la apostasía es frenar el mayor proceso de privatización que se está viviendo en el mundo, en el cual, una pequeña camarilla de clérigos, aliados a empresarios y políticos conservadores, pretenden apoderarse totalmente de la mayor organización religiosa que existe en el mundo.
Para “comprar” la Iglesia se fuerza a los creyentes a optar entre dos opciones : sumisión o apostasía. Esa política es parte de la “limpieza” a la que Ratzinger hace referencia, la hablar de la suciedad que habita la Iglesia. Cada vez que nos definimos como miembros de la Iglesia impedimos que esa privatización se pueda consumar totalmente. Y afirmamos que la Iglesia es un misterio inabarcable, formado por un pueblo libertario, ya que “la condición de este pueblo es la libertad y la dignidad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritiu Santo como un templo[3].”
En sus pretenciones uniformadoras y disciplinarias, los privatizadores tratan de identificar sus decisiones y estructuras con el proyecto de Jesús de Nazaret, que es infinitamente más impredecible e incontrolable que sus voluntades. Si logran su objetivo, y logran apropiarse totalmente de la Iglesia Católica, nos habran despojado de un patrimonio del que participamos todos los bautizados.
Bajo el discurso de combatir ”la dictadura del relativismo” Ratzinger esconde su afán de construir la “dictadura del esencialismo”, en la cual se petrifican todos los debates y procesos de cambio social que impliquen cuestionar conceptos que son definidos como inmutables y ahistóricos, como el principio de subordinación a la autoridad, el modelo de familia nuclear, los roles de género, las formas de culto y de litúrgia, etc.
No apostatar significa reafirmar el carácter contextual de todas las expresiones religiosas Y por lo tanto, su irreductible pluralidad e inserción cultural. No apostatar significa seguir creyendo en que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.
Si los conservadores dicen ‘fuera de la Iglesia no hay salvación” los que no apostatamos decimos “fuera del mundo no hay salvación”. O en lenguaje del Foro Social Mundial, o hacemos posible otro mundo, desde nuestro aquí y nuestro ahora, o no hay salvación para nadie. Porque ese otro mundo no solo es posible, sino urgente y necesario.
[1] Gaudium et Spes 29.
[2] Lumen Gentium 8.
[3] Lumen Gentium 9.