Es sábado al mediodía en España. Una treintena de vecinos se han reunido en asamblea en la pequeña plaza que antecede al mercado de Algirós, un barrio de Valencia. No se trata de un sector particularmente especial de la ciudad. No es un distrito con tradición alternativa como Benimaclet, ni con la fama bohemia del medieval barrio del Carmen, ni con la tradición asociativa y de izquierdas de los distritos del “cordón rojo” valenciano. Es un barrio familiar, por el que se ven jubilados, algunos estudiantes, pequeños comerciantes. Se trata de una de las quince asambleas barriales que han florecido en esta ciudad al alero del movimiento 15 M, más conocido como el movimiento de los indignados. Quince en esta ciudad. Quién sabe cuantas en todo este país, que desde el 15 de mayo pasado ha visto cómo desde la acampada de la plaza del Sol de Madrid, punto cero de las carreteras españolas, estas manifestaciones por una democracia real se empezaban a reproducir hasta llegar a las comarcas rurales, a pequeños pueblos de menos de mil habitantes.
La mayoría son jóvenes. Pero no todos: hay abuelos con bastón, señoras con su carrito de compras, un par de hombres que parecen venir de su trabajo. Se trata del segundo sábado en que se reúnen frente al mercado de su barrio. El movimiento 15M luego de más de tres semanas de acampadas en las plazas de las principales ciudades ha buscado en este proceso de relocalización de sus demandas tratar de involucrar a los vecinos en su discusión sobre la democracia y los derechos sociales. Y al parecer eso es lo que está pasando en Algirós.
La conversación gira sobre temas variados pero que vuelven al punto recurrente; el desempleo masivo, la crisis de los servicios públicos, los recortes al precario estado de bienestar español, los problemas en las escuelas y consultorios, y por supuesto, el tema que no puede faltar en Valencia: la corrupción. Participar de esta reunión obliga a recordar las asambleas barriales que surgieron por doquier en Argentina luego de la crisis de 2001. En cierta forma se reproducen sus posibilidades pero nos volvemos a topar con sus limitaciones. ¿Cómo pasar del lamento compartido y la catarsis pública, a una acción transformadora y eficaz? Se trata de una pregunta que se reproduce en cada asamblea, a un mes del inicio de este movimiento que ha resultado imparable y que ha sorprendido tanto a sus participantes como a sus observadores.
A la fecha algunas de evidencias que este ciclo de movilizaciones parece demostrar son las siguientes: La importancia de ocupar el espacio público. Sin las acampadas, sin las manifestaciones, sin las asambleas de barrios, el debate soterrado que atravesaba transversalmente a esta sociedad desde hacía mucho tiempo jamás se habría logrado visibilizar como ha ocurrido en este último mes. La segunda conclusión es que el futuro de las resistencias será gandhiano, o no habrá resistencias. Sin conflicto, no hay cambio. Pero debe ser un conflicto que deslinde de la violencia. Se trata de una ecuación que exige reflexión, ejercicios de autocontrol, en definitiva, es un proceso no apto para cardiacos ni para exaltados.
Pero, al mismo tiempo, el movimiento parece tener ciertos límites. Entre otros, un afán espontaneísmo que arrastra al mismo tiempo que atemoriza. A veces se huele un nuevo tipo de vitalismo que parece centrarse más en las formas que el fondo de los problemas. Y me temo que sin instituciones y sin apuestas de largo plazo va a ocurrir lo que en España se llama “Efecto Guadiana”, en referencia a ese río que atraviesa la meseta manchega y que aparece, desaparece, y vuelve aparecer.
Ya son cerca de las dos de la tarde y la asamblea de Algirós está terminando. Se han constituido comisiones de trabajo, grupos de coordinación, hay tareas para la semana. El próximo sábado quedamos de volver a encontrarnos para seguir planificando nuestra pequeña Spanish Revolution.